La luz de los mecheros bunsen ilumina y calienta el ambiente, creando una atmósfera agradable y por qué no… romántica. El habitáculo suele ser pequeñito y acogedor, como el taller de los siete enanitos, pero no por ello deja de tener su encanto.

Los laboratorios protésicos evocan cierta melancolía, nos recuerdan una vida anterior llena de actividades manuales, de astucia y de lucha por la supervivencia, de desarrollo y funcionalidad, a pesar de tener pocos recursos tecnológicos.

El puesto de trabajo ideal está limpio y organizado. Las ceras ordenadas por uso y color en lugar de mezcladas, las cerámicas perfectamente incrustadas en su estuche, las máquinas colocadas como en una exposición de venta y los instrumentos ennegrecidos por el fuego ordenados dentro de su lapicero.

En el templo todo tiene su lugar, su función, su forma, su color y hasta su aroma.

Las relaciones entre compañeros son afables, confiadas y alegres. Así debería ser en todas partes.

Una buena radio ameniza el ambiente, ya forma parte del todo, la música y la tertulia son necesarias para dar la correcta pincelada y dejar esa cerámica como con vida propia.

La puntualidad es galardón del buen protésico, pues su alimento depende de ella. Las clínicas deben recibir a tiempo sus pedidos, ya que siempre hay un paciente impaciente detrás de cada gaveta, esperando recibir su arreglo.

Este es el templo, las personas pueden convertirlo en cielo o en infierno, todo está al alcance de la mano, pero creedme, es mejor vivir en el cielo.

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